A la hora de practicar yoga, a menudo comparamos lo que estamos experimentado en el momento, con las sensaciones, la concentración, el equilibrio o la postura que conseguimos en ocasiones anteriores. Creemos que lo que lo que valoramos como un logro alcanzado se repetirá a modo de patrón. Pensar “ya me he aprendido esta postura” es una especie de intento de control que buscamos, no solo en el yoga, sino en casi todas las facetas de la vida.
Y podemos sentirnos frustrados cuando descubrimos que cada día la práctica es distinta, y que en muchísimas ocasiones nos encontramos de nuevo como principiantes. Esto es en realidad un regalo: la oportunidad de descubrir algo nuevo cada vez. Para ello, solo es necesario rendirse a lo que suceda, abandonar el afán de control, de perfeccionismo y las expectativas.
Las posturas que realizamos, aun siendo las mismas, serán diferentes cada día, porque nosotros estamos en continuo cambio. Lo que pensamos o sentimos dentro de la esterilla es un reflejo de cómo estamos en ese momento de la vida. Siempre aparecerá algo nuevo y necesitaremos realizar nuevos ajustes: después de días o meses experimentando de una manera, de pronto descubro un nuevo matiz, o comprendo algo, o me doy cuenta de que mis sensaciones o mi percepción son distintas.
Por eso un âsana (postura) en realidad no se puede aprender. Aprendemos lo ajustes, aprendemos el camino, pero el âsana solo se puede habitar.
La verdadera flexibilidad en el yoga consiste en adaptarnos a nuestros propios cambios y acogerlos con honestidad y sin juicios. Se trata de rendirme en cada práctica a lo que es, a lo que hay en mí. Escuchar a mi yo presente con toda la compasión que sea capaz, dándole espacio para ser y para sentir lo que sea que necesite: cómo está mi cuerpo hoy, mis músculos, mi estómago, si me siento alegre, enfadada, sensible, cansada, apática, eufórica… Ahora tengo la oportunidad de observarlo y reconocerlo. Por eso el yoga solo puede ser ahora.
A veces puede suponer un reto entrar en la esterilla, pues no se trata de poner en funcionamiento el cuerpo y hacer ejercicio físico, sino de atreverme a estar un rato conmigo misma y ver lo que me encuentro. Y tal vez haya días en que no me apetece practicar yoga, porque siento cosas que no me apetece confrontar: si estoy enfadada, si no me siento bien con mi cuerpo, cuando estoy malhumorada o triste… Quizá lo que me resulta más fácil, mi respuesta automática es ponerme a ver una serie en el sofá, ir al gimnasio o hacer cualquier otra actividad con la que pueda evadirme y desconectarme (que también es necesario a veces, pues estar con plena conciencia todo el tiempo en esta sociedad, seguramente sería agotador).
Pero en el yoga no hay evasión, sino encuentro, por eso nos sentimos tan bien al final de la clase. Desde cualquiera que sea mi estado de ánimo o el estado de mi cuerpo, puedo entrar en el mat. Quizá sean los días en que menos me apetece ir a yoga, cuando más necesito reconocer lo que me ocurre y escucharme. Lo que me está disgustando, lo que me molestó en el trabajo, o simplemente permitirle a mi cuerpo relajarse y equilibrarse.
Concederme esa escucha sin juicios y sin exigencias, esa compasión que es como un gran abrazo interior.
Pues no hay nada tan sanador como la aceptación de lo que soy y de lo que hay en mí; y nada que pueda llenar mejor algunos de nuestros vacíos más profundos, que nuestro propio reconocimiento y compañía.
Así de simple, y tan a nuestro alcance como estar en el momento presente.
Muy buena forma psicoeducar para yoga. Gracias por compartir este trabajo.
Namaste
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Gracias por tu comentario, Laura 🙂 Namasté
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